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¡¡¡El mejor hombre del espectáculo!!!

SINGULAR … Por: Luis Enrique Arreola Vidal.

Ladies and gentlemen, bienvenidos al Trump Show, el único espectáculo donde los hechos importan menos que la ficción, donde la verdad es maleable y donde el presidente de Estados Unidos se comporta menos como un estadista y más como un maestro del entretenimiento político.

El pasado 4 de marzo, en Washington D.C., el exmagnate inmobiliario convertido en comandante en jefe ofreció su magnum opus ante el Congreso: un discurso cargado de frases altisonantes, promesas infladas, enemigos de cartón y una narrativa que desafía toda lógica. No fue una rendición de cuentas ni un plan de gobierno; fue un infomercial político de alta producción, dirigido a su audiencia fiel y diseñado para venderles la idea de que solo él puede salvar a un país que, según su propia película, estaba en ruinas hasta su glorioso retorno.

Porque Trump no es un político. Trump es el mejor hombre del espectáculo.

El ilusionista de la política.

Imaginen a un David Copperfield con un ego del tamaño de Manhattan. Trump domina la técnica de hacer desaparecer los problemas reales con un simple pase de manos y reemplazarlos con enemigos imaginarios. En su discurso, la inflación ya no es problema, la migración es una “invasión”, la economía está “mejor que nunca” y su presidencia es la “más exitosa en la historia”.

¡Y qué importa que los datos digan lo contrario! Si los mercados aún resienten su guerra comercial con China, si la crisis migratoria se ha profundizado por políticas improvisadas, si los aliados internacionales de EE.UU. miran con creciente escepticismo su liderazgo… nada de eso cuenta cuando el mago Trump sube al escenario.

Él no gobierna con políticas, gobierna con emociones. Su discurso está diseñado como una montaña rusa de euforia y miedo:

•   Euforia cuando proclama que “América está de vuelta”, que está acabando con la “ideología woke” y que ha devuelto el “respeto” al país.

•   Miedo cuando describe hordas de migrantes criminales, la “invasión” extranjera, la crisis “sin precedentes” dejada por su predecesor y la supuesta conspiración de burócratas, periodistas y élites progresistas en su contra.

La audiencia grita, se emociona, ovaciona. No importa si lo que dice es real o no. El show debe continuar.

Las promesas de un vendedor de humo.

Y como buen infomercial, Trump no solo vende miedo y redención: vende soluciones mágicas.

•   “Vamos a deportar a millones de indocumentados” (sin mencionar cómo lo hará sin colapsar sectores clave de la economía como la agricultura y la construcción).

•   “Vamos a hacer que los criminales paguen” (pero convenientemente olvida que bajo su mandato aumentaron los ataques de supremacistas blancos y los tiroteos masivos).

•   “Vamos a balancear el presupuesto” (mientras promete recortes de impuestos masivos que solo beneficiarán a los más ricos).

Cada promesa es una oferta limitada, una ganga política sin letra pequeña. Pero al igual que esos anuncios de medianoche que prometen la licuadora perfecta o la píldora para perder peso sin hacer ejercicio, cuando el paquete llega a casa, resulta que es puro plástico barato.

¿Política o reality show?

Trump ha perfeccionado el arte de gobernar como si dirigiera un reality show. En su mundo, los demócratas son los villanos, la prensa es la mala del cuento y él es el héroe incomprendido que pelea contra “el pantano”.

En un giro que ni Hollywood se atrevería a escribir, se propuso recuperar el Canal de Panamá, como si Estados Unidos viviera en 1903 y no en 2025. Y para darle un toque de megalomanía, anunció la compra de Groenlandia, porque si algo le faltaba a su show era una trama de conquista territorial.

Trump ha convertido la política en una parodia de sí misma. Pero lo más preocupante es que una parte de la audiencia se la está creyendo.

El último acto.

Cuando se apagaron las luces del Congreso y terminó la función, quedó la resaca habitual: el éxtasis de sus seguidores, la indignación de sus críticos y la confusión de quienes aún creen que un presidente debería hablar con cifras reales y propuestas concretas, no con efectos especiales.

Pero Trump no es un presidente convencional. No lo fue en su primer mandato y no lo será ahora. Su única misión es mantener el espectáculo en marcha, porque en cuanto el telón caiga y el público se disperse, quedará expuesta la dura realidad: Trump no es un líder, es el mejor hombre del espectáculo.

Y el problema de los grandes shows es que, tarde o temprano, terminan. La pregunta es: ¿qué quedará cuando se apaguen las luces del escenario?