Por: Luis Enrique Arreola Vidal.
El pasado sábado, Ciudad Victoria fue testigo de una de las marchas conmemorativas por el Día Internacional de la Mujer más intensas de los últimos años. Como cada 8 de marzo, colectivos feministas salieron a las calles para exigir justicia, visibilizar la violencia de género y reclamar un espacio que, históricamente, les ha sido negado. Hasta ahí, nada nuevo. Lo preocupante es cómo, una vez más, el movimiento terminó opacado por los actos de vandalismo y la presencia de figuras públicas en situaciones comprometedoras.
Las imágenes de la puerta del Palacio de Gobierno en llamas recorrieron las redes sociales, acompañadas de debates que, lejos de centrarse en el fondo de la lucha feminista, se desviaron hacia la participación de Patricia Reyes González, directora del DIF Municipal, y su esposa, Melisa Martínez Hernández, ambas servidoras públicas. Según reportes en redes, ambas estuvieron presentes en la marcha y, presuntamente, encapuchadas y al frente de las movilizaciones más radicales.
El problema no es que funcionarias públicas apoyen causas legítimas. Todo ciudadano, independientemente de su cargo, tiene derecho a expresar sus convicciones. El problema es que la línea entre la manifestación y el descontrol es cada vez más delgada, y cuando quienes ostentan el poder se suman a estas dinámicas sin mesura, se genera un doble discurso.
¿Cómo una directora del DIF, institución encargada de velar por la seguridad y bienestar de las familias, puede justificar su presencia en una protesta que derivó en vandalismo? ¿Cómo una funcionaria de la Secretaría del Trabajo puede avalar, con su sola presencia, acciones que afectan al mismo gobierno del que forma parte? Más allá de la evidente contradicción, lo que queda en evidencia es una falta de autocrítica dentro de la administración pública, donde la militancia personal parece imponerse sobre la responsabilidad institucional.
El feminismo es legítimo. Su lucha, más que necesaria. Pero cuando sus reivindicaciones se ven empañadas por la violencia y la intolerancia, se corre el riesgo de perder el respaldo social que debería ser su mayor fortaleza. Nadie cuestiona que las mujeres tienen derecho a protestar, a indignarse y a exigir justicia. Lo que se cuestiona es hasta qué punto la ira, justificada o no, se convierte en una estrategia de confrontación que anula el mensaje.
La sociedad necesita respuestas. Y, sobre todo, el gobierno municipal y estatal necesitan definir si su compromiso con la equidad de género es sincero o simplemente discursivo. Si lo primero, que lo demuestren con políticas públicas efectivas. Si lo segundo, que no pretendan vender una narrativa de progresismo mientras sus funcionarias participan en acciones que contradicen el orden institucional que dicen representar.
El 8M debe ser un espacio de reflexión y transformación, no un escenario de polarización y oportunismo. Porque cuando la lucha se confunde con el espectáculo, quienes verdaderamente sufren violencia quedan, una vez más, en el olvido.