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A Sangre Fría: El México de las Fosas Clandestinas.

Por: Luis Enrique Arreola Vidal.

La Tierra que Gime: Las Madres.

La tierra en México no es tierra. Es piel rasgada, carne putrefacta bajo el sol. Edith González lo sabe. Sus manos, agrietadas como la corteza de un mezquite, hurgan el suelo de Colinas del Real, Reynosa, mientras el viento arrastra el hedor dulzón de ceniza humana. Diez sitios de exterminio en 2025. Catorce montículos de huesos calcinados, prendas infantiles y botas tácticas.

“Aquí hay niños”, susurra, pero la Fiscalía tarda días en llegar.

Cuando lo hacen, traen palas, bolsas negras y mentiras.

“No hay nada”, dicen.

Edith escupe al suelo. Sabe que cada gramo de polvo contiene nombres: Miguel, Rosa, Luis…
hijos arrancados de camiones, escuelas, mercados. Hijos convertidos en cifras dentro de listas que el Estado borronea con tinta burocrática.

En Jalisco, otra madre, Lucía, recorre los 186 sitios marcados en su mapa mental. Dos mil cuerpos exhumados, pero ella busca uno: su hijo, desaparecido camino a Guadalajara. En Teuchitlán, el CJNG dejó un crematorio donde los cráneos de las víctimas brillan como porcelana rota. Lucía recoge un fragmento, lo guarda en su bolsillo.

“Podría ser él”, piensa, aunque sabe que nunca lo sabrá. La incertidumbre es otro tipo de tortura.

Los Arquitectos del Silencio: Los Asesinos.

El Hombre sin Nombre —así lo llaman en Michoacán— nació en un pueblo donde el hambre se medía en hectáreas de aguacates secos.

A los doce, cargó su primer arma; a los quince, enterró su primer cuerpo. Ahora, a los treinta y tres, dirige fosas clandestinas como si fueran siembras.

“Cada hoyo es una semilla”, dice mientras vigila a sus hombres en La Bartolina, Tamaulipas.

Quinientos kilos de huesos pulverizados, mezclados con cal.

“Así no huelen”, explica.

Su hija menor cumple siete años mañana. Le comprará una muñeca de porcelana, como las que vio en una tienda de lujo en Monterrey.

No piensa en los cuerpos. Piensa en la colegiatura de la niña, en su casa nueva con muros a prueba de balas.

En Chiapas, un joven recluta del Cártel de Sinaloa, alias El Químico, perfecciona su método: ácido en tambos, restos diluidos en líquido burbujeante.

“Es más rápido que quemar”, dice mientras observa un cadáver desintegrarse.

Estudió ingeniería, pero la universidad no pagaba. Ahora, calcula proporciones de ácido como si resolviera ecuaciones. A veces, sueña con los gritos. Se despierta sobresaltado, pero se repite:

“Solo son números.”

Los Cómplices: Los que Miran Hacia Otro Lado.

El licenciado Ramírez, fiscal de Guerrero, recibe el reporte de treinta fosas en Zihuatanejo. Suspira. Abre su agenda: reunión con el gobernador a las once, almuerzo con empresarios a la una. Marca el expediente como “caso prioritario” y lo archiva.

Piensa en su hijo estudiando en Canadá, en su cuenta bancaria en las Islas Caimán.

“No es mi guerra”, murmura.

Sabe que si investiga, su nombre aparecerá en una bolsa negra. Prefiere el silencio. Es un hombre práctico.

En Palacio Nacional, un asesor presidencial redacta un discurso sobre “la paz de México”. Afuera, las madres protestan con fotos de desaparecidos.

Él ajusta su corbata Armani y escribe:

“Hemos reducido la violencia en un 20%”.

No menciona las fosas. Tampoco los 70,000 migrantes desaparecidos, ni los 1,500 niños convertidos en fantasmas.

Su secretaria le sirve café. Es el mismo que tomaba en Harvard, donde aprendió a maquillar verdades con elegancia.

Una Familia en Llamas: Los LeBarón.

El 4 de noviembre de 2019, el fuego consumió la esperanza de los LeBarón. La caravana de mujeres y niños viajaba entre Sonora y Chihuahua cuando los disparos retumbaron como truenos. Tres madres y seis niños quedaron calcinados en sus vehículos tras ser atacados con armas de alto poder.

Algunos corrieron al monte, pequeños descalzos entre piedras y espinas, heridos y aterrorizados.

Mackenzie, de nueve años, caminó 14 kilómetros en busca de ayuda.

El gobierno tardó en reaccionar. La versión oficial hablaba de un “error del crimen organizado”, como si las balas no supieran a quién mataban. La verdad es que los LeBarón eran un blanco.

Denunciaban la violencia.

Señalaban a los cárteles.

Las promesas de justicia quedaron en el aire. El caso se convirtió en otra carpeta empolvada en la Fiscalía. Nadie supo quién dio la orden. Nadie fue responsable.

En México, la impunidad no es una casualidad. Es una política de Estado.

Las Cenizas que Hablan: El Sistema.

México no es un país. Es un archivo de huesos.

En Colima, Veracruz, Sinaloa, las fosas son espejos de un pacto perverso: el Estado abandona, el crimen limpia.

Los números —2,863 fosas desde 2018— son solo la punta de un iceberg de impunidad.

Los colectivos de búsqueda, como arqueólogos de lo macabro, desentierran la verdad que el gobierno entierra.

En San Fernando, Tamaulipas, donde masacraron a 72 migrantes en 2010, el viento aún lleva ecos de gritos.

Un anciano de la comunidad recuerda:

“Los escuchamos llorar, pero ¿qué podíamos hacer? Aquí, ayudar es morir.”

Ahora cultiva tomates junto a una fosa sin marcar. A veces, el riego desentierra un diente. Lo tira al fuego.

“Aquí hasta la tierra está maldita”, dice.

La Memoria que No Muere.

Las madres siguen cavando.

Los verdugos siguen calculando.

Los funcionarios siguen firmando.

México, un país donde la muerte es un ritual cotidiano, se desangra en silencio.

Pero en las grietas de este infierno, Edith, Lucía y miles más mantienen viva una pregunta:

¿Dónde están?

La respuesta está en el suelo, en los huesos sin nombre, en las cenizas que el viento esparce como maldiciones.

Y mientras el hedor a muerte impregna el aire, una verdad persiste:

En México, la justicia está enterrada. Pero las madres tienen uñas. Y memoria.

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